Los Early Adopters – en castellano, primeros… ¿adoptantes? – son el público deseado por los nuevos lanzamientos al mercado con componente innovador. La novedosa solución atiende a una necesidad real, y están está lo suficientemente ávidos de resolver su problema como para querer vérselas con un producto/servicio con aristas, que todavía no está del todo bien resuelto. Están deseosos de compartir el feedback fruto de su experiencia para mejorar la solución, una información de indudable valor para el desarrollo. Y cuando se sienten satisfechos, quieren compartir su descubrimiento con la mayoría, abriendo las puertas de lo mainstream con su persuasión.
Antes de nada, desempolvemos los apuntes de marketing para recordar de dónde viene lo de Early Adopters. El concepto forma parte de la Curva de Adopción de la Innovación, un modelo propuesto por el sociólogo Everett Rogers en el libro Diffusion of Innovations (1962). En la curva, los consumidores quedan agrupados de la siguiente manera:
Innovators (Innovadores): Geeks, más interesados en la propia tecnología que en una necesidad concreta.
Early Adopters (Primeros seguidores): Creadores de tendencias.
Mayoría, mas o menos temprana: Los que vamos donde va Vicente.
Laggards (Rezagados): Los más reacios al cambio. No necesariamente amish.
Las personas Early Adopters son las más capacitadas para comprender la propuesta de valor del proyecto, de ahí su importancia. Sin embargo, la inclinación por la innovación, y por la aventura de “ser la primera”, puede venir acompañada de riesgos y desventuras que lleguen a romper la predisposición favorable de las Early Adopters. Algo a considerar a la hora de establecer una relación con las potenciales Early Adopters identificadas para nuestro producto/servicio.
El principal problema que se le ha achacado tradicionalmente a la condición de early adopter es el sobrecoste financiero. La avidez por obtener una solución innovadora ha llevado a los early adopters a pagar precios muy superiores que los que se fijan después, cuando los productos son ya populares, o se alcanzan economías de escala. Esto, en realidad, va unido a su disposición a aceptar las imperfecciones del nuevo producto, así como los problemas derivados de las incompatibilidades con su entorno – sistemas operativos distintos, o la escasez de puntos de carga para los coches eléctricos –.
El coste de oportunidad de apostar por algo que quizá nunca llegue a cuajar, no obstante, resulta mayor. Quien se compró un reproductor Betamax, no solo se vio en la situación de no poder disfrutar de nuevos títulos con su aparato, se le generó una pequeña herida en el ego al ver al VHS dominando el videoclub – aunque a día de hoy siga defendiendo las bondades del Beta –.
A lo anterior le sumamos el riesgo de verse traicionado. En el contexto en el que no solo pagamos con dinero, si no también con otorgar acceso a nuestros datos, el entusiasmo por acceder a un servicio nos lleva a no pensar demasiado para darle a “aceptar”. Un mal uso de los datos, o descubrir a la postre que un dispositivo graba nuestras conversaciones, puede llevar al Early Adopter rápidamente del entusiasmo al cinismo. Y, como consecuencia, de ser prescriptor a ser hater.
La asunción de estos sobrecostes y riesgos por parte de Early Adopter debe verse reconocida y premiada como corresponde. Premiada con transparencia e información sobre el proyecto. Con canales de interacción, y el ejercicio de la interacción. Y otorgando al testimonio del Early Adopter el protagonismo que se merece en la comunicación de la propuesta de valor.
Imagen principal: Mi tío (1958)
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