Mi vecino no se quiere perder ni un minuto de El Chiringuito de Jugones. No es que tenga yo interés por conocer ni juzgar sus gustos audiovisuales, pero las voces de su televisor, colgado en el tabique contiguo a mi cama, llegan altas y claras a mi habitación.
El vecino se vino al bloque hace unos meses, y hasta entonces no tenía problema para conciliar el sueño a mi hora. Ahora, los cebos estridentes de Pedrerol, y los toma y daca de sus contertulios, entran en mi dormitorio hasta bien pasadas las dos de la mañana.
Empecé a postergar el momento de ir a dormir. Aunque descansase menos horas, no tenía sentido estar tenso en la cama, maldiciendo el **** chiringuito y deseando el momento en el que el vecino apague la tele, para inundarme de paz instantánea.
Podría ir a hablar con mi vecino y pedirle educadamente que controle un poco el volumen, pero es una opción por la que no quiero pasar. Pesa más mi aversión a las conversaciones incómodas con desconocidos.
Un día, sentado en el baño, noté que el sonido constante del extractor de aire cancelaba las estridencias jugonas. En efecto, en Amazon venden maquinas de ruido blanco para este tipo de casos. Igual que el fuego se combate con fuego, el ruido puede con el ruido. Dejo puesto Relaxing Waterfall Sound 3 Hours Long en el portátil, y por las noches caigo como un bebé.
Caigo como un bebé porque evito la actualidad y entrar en redes las horas previas. Si no, estaría ansioso vivo. Es mucho el ruido, son muchos los contenidos que desean conseguir de mí una reacción de enfado. Maniqueísmos, medias verdades y simplificaciones en 280 caracteres que apelan a la emoción. No es fácil contrarrestar este tipo de mensajes. La respuesta debe cortar el ruido. Si se suma a lo que contestan miles de otros, sean bots, cuentas duplicadas, o usuarios reales, se convierte en un ruido blanco homogéneo, y eso, en este caso, no sirve para nada. Es ruido de fondo. ¿Merece la pena entrar en estas conversaciones? ¿Hay que alimentar al monstruo? Quizá sea mejor comprometerse con otros diálogos que sean constructivos, y refugiarnos en la cultura.
No disponemos del mando de la tele del vecino, pero podemos apagar nuestros dispositivos, y en las redes podemos silenciar. Así que dosificar está en nuestras manos. Ahora bien, ¿podemos aislarnos por siempre del ruido? Ese ruido es corrosivo, nos alcanzará.
Imagen principal: ¡Jo, qué noche! (1985), de Martin Scorsese
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